Te encuentras solo. Sin mapa. Sin brújula. En altamar. 

De nada te ha servido confiar en tu memoria ni experiencia para navegar. Estás perdido.

Creíste conocer la dirección del viento, calculaste los cambios de estación y te preparaste para el engaño de las corrientes para no encontrar rocas escondidas y encallar… en vano. No sabes dónde estás. 

La noche es oscura. Sientes el movimiento del barco. Recuerdas haber estudiado el cambio de color de las aguas y escuchaste la pauta del oleaje, observaste los tipos de peces, anotaste las mudanzas de los vientos, de las corrientes y el sol en el horizonte. Nada. No encuentras el camino. 

Entonces, tu mirada se clava en la cúpula de la noche y entrecierras los ojos. Tu vista recorre la inmesidad del techo negro sobre tu cabeza y eliges una de esas luces silenciosas, le hablas, le pides, confías. 

Atraviesas el laberinto del mar por las estrellas. 

Llegas a tierra firme. 

Bajas del barco y caes sobre tus rodillas en la arena, mientras las olas llenan el silencio y el suelo coloca tu centro de nuevo en tu equilibrio. 

Quedas bocarriba exhausto, agotado, descansando en la playa. 

Entonces la luz que viste y que te trajo hasta tu destino se disuelve junto las demás luces mientras el cielo se aclara y se incendia poco a poco con un sol que nace de nuevo de las aguas que te habían atrapado perdido. 

Porque las luces que dan dirección solo vienen a cumplir su misión de guiarnos y dejarnos en tierra firme. Algunos les llaman estrellas, otros, suerte. Lo cierto es que cuando todo lo demás nos es arrebatado, el universo entra por nuestra pequeña ventana y nos guiñe para decirnos: “por aquí”. 

Foto: NASA
Erika Tamaura Sin categoría

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