Por lo general, cuando alguien cumple años, uno le desea larga vida y bendiciones, pero esta vez me salió al revés.
Yo tengo la fortuna, de tener amigos que comparten conmigo sus bendiciones.
Mi hermana, la mujer a quien yo llamo así por que la sangre no es lo único que une y crea familias, siempre que tiene oportunidad me pone a rezar. Y estoy segura que lo hará durante todos los años que resten que estemos juntas, que ruego al universo sean muchos.
Esta mujer se ha encargado de recordarme a cada momento que hay una sabiduría a la que hay que poner atención, y esa mañana, cuando nos juntamos a desayunar por el cumpleaños de otro gran amigo, nos tomó de las manos a ambos como siempre lo hace y oró.
Mi amigo, quien cree de sobra en Dios, recibió sereno la oración que ella hizo por él, a la cual por supuesto me uní de corazón y me sentí muy feliz por él.
El problema fue cuando entonces oró por mí. Ahí estábamos los tres, en medio del restaurante, con gente pasando con tazas de café y fruta y nosotros como artistas que estamos acostumbrados a las miradas, continuamos como si estuviéramos en un santuario.
Y mi amigo, en cuyo honor nos habíamos reunido, compartió esa mañana sus bendiciones conmigo.
Como yo les digo a ellos siempre: “a ustedes nunca nada les faltará, por que todo lo dan a manos llenas, y esa es la mayor abundancia.”
La oración que dijo mi amiga por mí no se las diré, esperaré a que suceda, y entonces les diré: “se acuerdan de eso que les platiqué?, ah pues les voy a contar…”
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