Hay callejones que llevan a nuevos rumbos.
Bajar, subir, caminar, encontrarse.
Hay callejones luminosos, a mediodía, abiertos al cielo.
Bajar, subir, caminar, saludarse por los nombres.
Recordar una foto, sonreír, escuchar: ¨nos vemos más tarde¨.
Subir, bajar, voltear el cuerpo para confirmar la sonrisa.
Doblar la esquina, parar un momento…
Sentirse en el lugar correcto.
Sonreírle a la maleta.
Una mesa, un balcón y la noche.
El frío detrás y las palabras. Palabras, palabras.
Una breve pausa para reconocerse.
Una caminata, una puerta… una cercanía.
Hay callejones del beso,
callejones oscuros y callejones con luces amarillas.
Hay callejones interminables y efímeros que encierran
el camino más largo y el más corto.
Hay callejones con piedras que uno pisa
como pequeñas nubes
que se saltan cuesta arriba.
Y pensar que este no es el callejón del beso, decirse.
Ése, está al otro lado, en la otra esquina,
oscuro, oculto, privado,
con la sombra que arroja
el doblar hacia sus adentros.
Éste es otro: un callejón con una puerta en medio,
a plena luz de la noche, a la vista de todos
dónde se abre con claridad el rostro, la mirada, la cercanía.
Es medianoche y en el callejón del beso no hay nadie.
Mientras tanto aquí, en el otro que no lo es,
se tropiezan una a una mariposas azules
y me pregunto,
si las luces amarillas de este callejón
pueden decir de cierto si es que ahora mismo, es mediodía o medianoche.
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