Se pierden las orillas de las playas que nos han encontrado, una vez y otra, debajo de la noche, debajo de tus ojos.
Se pierden también las palabras que decimos, las que se guardan y las que permanecen como promesas mutiladas por las esquinas del tiempo.
Se pierden entre la vida las tardes, las noches, las despedidas, los encuentros.
Se pierde todo y se escurre huyendo de nosotros, de nuestras debilidades, de tu nariz y de la mía.
Pero lo justo sería que, se perdiera también la esclavitud que nos encadena y nos condena al margen de la suerte de aquél que tiene sed y espera le den de beber.
No, no se pierde, nos encuentra de frente cada vez que uno de nosotros se acerca a la frontera de la libertad y entonces el egoísmo de uno bebe del otro; transformando la sed en pureza de lágrimas en la constante resignación.
No se pierde: suena, se expande y se contrae a merced de la libertad del otro. El metal suena y recuerda que todo se pierde, salvo lo interminable: el camino sin fin hacia siempre una nueva noche, la cuál encierra sin descanso una y otra vez todo lo perdido, y lo encuentra de nuevo en tu mirada, en mi nariz y en la tuya, debajo de tus ojos, debajo de la noche, en las orillas de las playas.
Natural dynamc
Fotografía, Ethel Cooke.
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