La última vez que visité Magdalena de Kino, mi abuela Lola vivía y yo era una niña.

Yo me sentaba en los portales mientras ella recorría de rodillas el camino que va desde el atrio hasta el templo, para luego ir a donde estaba él, San Francisco… había que  levantarlo y ahí se cumplía “la manda” al santo.

Yo recuerdo haberlo levantado de niña.

El miércoles entré al lugar como quién entra a cualquier parte. Sin temor, sin pena. Solo hice una pequeña pausa para intentar recordar a mi abuela. Solo eso. Nada más. Entonces lo tomé con mi mano derecha y sentí el peso de la madera. Lo intenté una segunda vez. Estaba pesado para mí, así que lo intenté una tercera vez usando mis dos manos en su cabeza y sosteniendo el aliento para elevarlo solo un poco.

Salí, fuimos a caminar y quise regresar. Traía un sentimiento de haberle fallado a mi abuela por no haber levantado al santo a la primera. Fue igual. Igual de pesado. Igual de inútil tomarlo con una mano. No pude.

Mientras me alejaba de ahí, recordé que quizá, realmente nunca pude levantarlo tampoco de niña. Tal vez solo creí haberlo hecho mientras mi abuela o mi madre lo hacían y mis manos se confundían con las de ellas. Porque los recuerdos a veces pueden parecer verdad.

  

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