Refracción es una columna semanal para Proyecto Puente y se publica todos los lunes.
Los últimos tres meses del año siempre han sido para mi muy esperados. El calor empieza a difuminarse, la luz cambia de color, otros aromas empiezan a instalarse en los rincones de las casas, uno va cambiando su ropa y el sentimiento de iniciar a concluir el año se mueve entre nosotros como pequeñas luciérnagas en el césped.
El otoño es una frontera obligada.
Mi hijo nació en esa frontera hace 12 años. Ese día fui al hospital por instinto, mi fuente se había roto pero yo no lo sabía, durante toda la mañana estuve en mi casa creyendo que el bebé me estaba haciendo ir al baño más de lo normal aplastando mi vejiga. Así que decidí ir al hospital a que me revisaran, era un domingo. Me dijeron que tenían que prepararme para el parto y ya no me dejaron salir de ahí, así que inicié a hacer llamadas por que no me había llevado nada, yo no fui de las mamás que tenían su maleta de maternidad lista y jamás sentí dolores de parto. Yo era un verdadero caos. Cómo si tener un bebé fuera cosa de todos los días. En mi defensa puedo decir que creí que tendría más tiempo.
De ese gran momento que muchas mujeres programan o anhelan, yo solo recuerdo lo siguiente: yo temblaba. Temblaba y no podía controlar mi cuerpo de hacerlo, mis dientes chocaban entre sí como si el cuarto estuviera terriblemente frío pero no era el clima… era yo solamente temblando incontrolablemente.
Alguien acercó al bebé a mi cara para que lo besara y entonces empecé a llorar. Pero yo no estaba triste y tampoco puedo decirles si estaba feliz o asustada. Solo sentía que mis lágrimas sucedían como nada que yo hubiera experimentado antes. Estoy segura que más allá de la emoción, mi cuerpo estaba evaporando la presión física y mental de haber tenido a alguien dentro de tu vientre y traerlo a la luz. Una luz que ya era de otoño. El olor de mi bebé empezó a instalarse en cada rincón de mi cuerpo y mientras lo amamantaba por primera vez, me vi desnuda analizando quién era ese pedazo de piel pegado a mi como un prendedor del lado de mi corazón. Comprendí luego que ambos habíamos cruzado una frontera esa madrugada y que ya no era yo, ahora era él.
El otoño me recuerda a esa noche de temblores y lágrimas, de soledad y compañía, de la complicidad y lo desconocido, de lo que crees puedes controlar y lo que no. Ahora el otoño no solo me huele a canela, clavo, manzana cocida, hojas de limón, humedad y hojas secas, el otoño huele a su cuerpo, su cabeza y sus labios… y cuando cierro mis ojos puedo recordarme viendo los suyos, su nariz y sus deditos.
Hay fronteras que puedes cruzar como si fueran solo unas vacaciones y volver a tu casa intacto….y hay otras que al atravesarlas, te quedas para siempre atrapado en ellas, en tierras extrañas a la que con el paso de los días, los meses y varios otoños, también puedes llamar hogar.
Feliz otoño para todos.
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