Refracción es una columna sobre periodismo, cultura y atardeceres en Sonora y se publica todos los jueves en Proyecto Puente. 

 

 

Se viaja para decir yo estuve ahí,

yo vi, yo sé, yo fui, yo caminé, yo pisé la calle que pisaron todos.

Viajo para perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo.

Viajo para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte,

para habituarme a perder y a despedir: lugares, cosas, gente.

Viajo para recordar que no es bueno sentirse seguro ni a salvo.

 

-Leila Guerriero, Zona de Obra (s).

 Es septiembre. Y estoy en casa.

He descubierto que me apasiona contar historias. Las mías y las de otros. Jamás presumiría de ser periodista, aunque confieso que la tentación es mucha. Parte del fuego que me consume a diario, como bien me dice una de mis mejores amigas, es sobre intentar encapsular poéticas domésticas en algo que se asemeja a un periodismo amateur. Sea lo que sea, yo soy feliz contando. Y esta vez, se trata de una historia que se cuenta desde los muros ancestrales de Sevilla, España.

Soy gestora cultural. Lo digo como un verbo, porque no es algo accesorio que pueda quitarme o poner a voluntad. Soy eso y todo lo que hago, se construye desde esta vocación, la cual me provoca tales aventuras que, la mayoría de las veces, me meten en problemas y al mismo tiempo, me obsequian recuerdos y gente invaluables.

Para contarles de mi reciente viaje a Sevilla desde este perfil de gestora cultural, antes, necesito confesarles que en mayo, fui a leerme las cartas con un personaje que puede confundirse con cualquiera de nosotros. Ahí, debajo de un gran árbol, sentados en una mesa al aire libre con olor a siembra de campo. Ahí, en esa mesa de madera donde cabría un tablero de ajedrez y quizá dos copas de vino, partí en dos un paquete de cartas desgastadas por el uso y cuyos símbolos casi no se distinguían ya. Fui por que pude ir. Únicamente. Ni por pensar que me tomarían el pelo, ni por fanática. Fui porque la oportunidad se dio y punto. Además, nunca lo había hecho, así que la guardo como una pequeña aventura para mí, equiparable a cuando robaba chocolates de la cocina cuando tenía nueve años y los comía debajo de las sabanas con la luz apagada.

No les diré los detalles de las varias cosas que ¨ aparecían ¨ en mi destino según este señor. Lo que sí les contaré es que las cartas mostraron un viaje muy lejos ida y vuelta, cuando yo aún no tenía la invitación por parte de la Universidad Pablo de Olavide. Jamás pensé en Europa. Si a lo mucho, Estados Unidos… hasta que iniciaron los sucesos que el señor me había puesto sobre la mesa esa mañana. Entonces, de la nada, el viaje a Sevilla inició a configurarse bajo mis ojos. Segura de que eso estaba en mi destino.

Sevilla fue una gran lección personal, emocional y profesional para mí. Sobreviví a las noches sin dormir por los vuelos y el cambio de horario, y comprendí el valor de escuchar el pulso de las momentos, de la necesidad de volverse aguda con las decisiones y que el destino, por lo general si se altera, puede desencadenar eventos que modifiquen decisivamente el rumbo de nuestras historias. Sevilla fue un encuentro conmigo misma, pero sobre todo con mi futuro.

Dentro de ese encuentro, una de las cosas que me pregunté fue si yo había elegido bien cuando decidí ser gestora cultural. La respuesta la tuve hasta que llegué a México de nuevo. A veces, se requiere una reflexión profunda desde la lejanía, desde la distancia. Parte de esa reflexión estuvo acompañada por el libro Zona de Obra (s) de Leila Guerriero. Sus textos me acompañaron en mis noches de insomnio y cada vez que lo abro, me transporto a ese cuarto, a esas noches, a una soledad a miles de kilómetros alejada de todo lo que conozco y controlo.

Mientras esperaba en los aeropuertos, contestaba una entrevista que me había compartido el Maestro Alfonso Hernández Barba sobre preguntas muy confrontativas relacionadas con la gestión cultural. Una de esas preguntas decía: ¿Qué es lo esencial en la gestión cultural? Y yo, agotada en el último día de viaje, en espera de mi vuelo a casa, contesté sin dudar: Decidir.

Si bien, mi respuesta no les funcionará a los académicos o teóricos, eso es lo que pienso desde mi punto de vista. Decidir hacer, o decidir no hacer. Porque en la gestión cultural decidir no hacer es igual o más importante que el decidir si hacer. Y pienso en las cartas y en las gitanas que me abordaron afuera de la Catedral de Sevilla y que sin preguntarme me leyeron la mano, reforzando el inventario de instrucciones de mi suerte que el señor ya me había dado.

Sentada en una de las fuentes de los jardines de Real de Alcázar, escuchando el viento y el cielo de España, pensé sobre todos estos años en los que he creído firmemente que mi pasión por la gestión cultural ha sido la que me ha llevado a configurar mis acciones y a desarrollar los escenarios que según yo, controlo. Todo lo que sé y lo que soy, proviene de mi contacto con el arte y la cultura, para bien o para mal, poco o mucho, proviene también de la convivencia con gente especial y exótica que se denominan a ellos mismos artistas, así como de personas que han dedicado su vida a trabajar por el desarrollo cultural, y también de farsantes y divas. Entonces, ¿porqué el creer que yo estaba en Sevilla por un asunto del destino o la suerte, me causaba un poco de confusión e incomodidad? ¿Estaba ahí por mis propios méritos, o porqué así estaba escrito que debía ser?.

La gestión cultural tiene algo de exótico, así como el señor de las cartas o las gitanas. Los gestores presumimos sobre nuestras posibilidades de ver el futuro y poder asegurar que sabemos lo que el público necesita para disfrutar o enriquecerse. Pecamos de soberbios en ciertas ocasiones respecto a las decisiones de cuales estrategias son mejores o no, para facilitar accesos y disfrute a las riquezas de la diversidad.

La primera parte de la lección que recibí en Sevilla es que, un gestor cultural, debe ser lo suficientemente humilde para tomar su verdadero lugar en el ciclo del universo de la cultura y seguir el ritmo natural de los acontecimientos, ya que una decisión mal calculada no solo arriesga recursos, sino experiencias únicas en la vida, propias y ajenas. Comprendí la lección mientras tocaba con la palma de mi mano los muros de Sevilla que transpiraban historias y escenas, comprendí mientras a través de un código QR, mi móvil me llevaba a leer la historia de palacios antiguos iniciados en la edad media con textos por internet y hacía check in en Swarm.

Comprendí la lección cuando se me doblaron las rodillas al entrar a la Catedral de Sevilla mientras observaba hacia arriba, a los imponentes vitrales y los poderosos arcos resonantes de oraciones, secretos y miradas de personas que como yo, se preguntaron en ese mismo lugar si el pedir respuestas o guía a un ser o energía superior, era lo indicado para vivir con la incertidumbre de no saber que pasaría al salir de esas puertas, en las siguientes horas, frente a los días donde nadie te puede asegurar que incluso cuando alguien te diga tu futuro, sea lo conveniente y si uno puede cambiar el curso de su propia historia con movimientos tan imperceptibles como un suspiro o una llamada.

Sevilla se convirtió en un amuleto para mí que me recordará siempre que la decisión sobre el futuro, debe pensarse al menos, dos veces.

Y sobre las seis cosas que me dijo el señor de las cartas que pasarían en mi destino a cierto plazo, ya se cumplieron tres….

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