“In Greek myth, Amazons were fierce warrior women of exotic Eastern lands,

as courageous and skilled in battle as the mightiest Greek heroes.

Every great champion of myth -Heracles, Theseus, Achilles- proved his valor

by overcoming power warrior queens and their armies of women.”

 

-Adrienne Mayor.

The Amazons: Lives and Legends of Warrior Women Across the Ancient World.

Existen muchos cuentos e historias sobre mujeres guerreras, varios de ellos señalan que los grandes héroes de la mitología probaban su valor al enfrentarse a ellas. Aquellos cuentos referentes a las Amazonas eran de los que más me llamaban la atención cuando era adolescente, porque la idea de ser alguna categoría de heroína siempre había sido muy atractiva y motivante para mí.

Quiénes conocen a mi madre, saben el tipo de mujer que es: invencible (por supuesto algo para nada a mi favor teniendo yo el rol de la hija), inquebrantable, con voz de trueno e imposible de doblegar. Mi madre me entrenó sin piedad para ser una mujer alfa y yo siempre renegué de nuestras diferencias en personalidad. Ella siempre me dijo que este mundo no era para los débiles y que mi falta de sagacidad sería mi derrota. Jamás pude seguirle el ritmo y aparentemente tomé el camino opuesto al que ella hubiera querido para mi. Ahora, está orgullosa, yo lo sé, pero durante muchos años nuestra relación era un campo minado.

Creo que nunca supe realmente lo que significa la palabra “batalla” o la palabra “miedo” hasta hace unas semanas cuando mi madre me dijo que le habían diagnosticado cáncer de mamá en categoría BI-RADS 5. Las horas que yo lograba dormir ese fin de semana, se sentían al despertar como una gran pesadilla, abría los ojos llena de miedo y con el ánimo derrotado. Se me salían las lágrimas al respirar y el perder a mi madre jamás fue una de mis mortificaciones desde que puedo recordar. Ella fue mi gran némesis siempre, fuimos enemigas y nuestra relación nunca fue cercana…hasta hace un par de años, porque el amor al final siempre gana.

Durante los siguientes días, escuché a mi mamá como un robot repetir lo mismo una y otra vez durante tres días a la gente que marcaba por teléfono: “Voy a echarle ganas, que sea lo que Dios quiera”. Yo estaba a punto de volverme loca, la incertidumbre es una de las cosas más crueles en temas como estos.

En un lapso de quince días llegamos a la semana de la cirugía. Los días previos a la operación toqué fondo: mi madre se sentó en mi cama y comenzó a darme instrucciones por si algo pudiera salir mal. Mi cabeza estalló como olla de presión. De forma paralela, estábamos por saber si el donador de sangre que respondió a nuestro llamado podría pasar los filtros para ser aceptado  (a quién le agradezco profundamente habernos apoyado) y todos estábamos nerviosos. Tuvimos una reunión familiar para cenar y organizarnos sobre las próximas horas.

A lo largo de esos días de espera llegaron palabras de aliento, oraciones, aguas que habían sido bendecidas, aceites, sonidos, números mágicos, tequilas y amor, mucho amor. El día antes de la operación de mi madre, nuestra casa se cubrió de una tranquilidad hermosa. Me acosté con ella a escuchar las poderosas voces de otras mujeres guerreras que la bendecían y la cubrían con su cariño. En mi mente resonaban las palabras que leí de un libro: “Los milagros cancelan el pasado en el presente y liberan el futuro” y las repetía como un mantra cada 5 minutos y era mi respuesta a toda persona que me preguntaba como estábamos.

La mañana de la cirugía, la recuerdo como el día en el que mi mamá pudo finalmente desprenderse de todo lo que había conocido y tenido en la vida para ver de frente un nuevo camino con lo único que realmente le pertenecía: ella misma. Y ahí estaba: estoica, presentándose a la batalla, cancelando el temor. Ahí supe que el milagro ya había sucedido.

Como una ofrenda inmerecida hacia mi, me regaló el anillo que mi papá le había dado, un anillo que acompañó la firme mano de mi madre durante toda mi vida. Una vez se lo robé y me lo quedé durante varias semanas y siempre me regañaba advirtiéndome que no lo fuera a perder. Esa mañana lloré cuando lo puso en mi dedo. Las manos de mi madre son preciosas. Siempre las he admirado: largas, delgadas y con unas uñas maravillosas. Mis manos por el contrario no me gustan, más bien como que me dan vergüenza: son pequeñas, gorditas y toscas. Sin embargo, ahora sucede una especie de espejismo muy lindo cuando uso su anillo, porque cada vez que lo veo, imagino que mis manos se parecen a las de ella.

Contrario a lo que se podría pensar, yo creo que un milagro no es un conjuro mágico que hace que algo se torne a nuestro favor o a nuestra conveniencia. Un milagro sucede cuando nos hacemos uno con el ritmo de la vida y vencemos el miedo al comprender que todo es tal como debería ser y que lo que hemos vivido nos ha traído al momento en el que nos encontramos, abriendo la puerta a lo nuevo que ha de venir con o sin nosotros. Y eso está bien.

Al día de hoy lo único que sabemos es que se aproxima un camino de retos desconocidos y apenas hemos dado el primer paso.

En algún momento del tiempo, el imaginario de la humanidad contaba que las Amazonas se cortaban uno de sus pechos para poder disparar mejor el arco en las batallas. Hoy por la mañana vi a mi madre usando una blusa blanca de algodón, la cual se puso apenas ayer después de bañarse y quitarse las vendas que traía desde su cirugía el pasado jueves. Ella venía caminando hacia mi cuarto desde el suyo sosteniendo con la mano izquierda el aparato que drena la sangre de su herida interna, daba pasos con calma por un pasillo de la casa que tiene dos ventanas que cubren un espacio pequeño sin techo y por el cual entra directamente la luz del sol…y claramente pude ver el arco y la flecha en la mano derecha de mi madre.

Te amo mamá y siempre has sido tú mi heroína.

-Miércoles 20 de mayo de 2019.

Erika Tamaura Tutta la vita

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